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Mensaje por Isaac Bradsley Mar Ene 26, 2016 2:15 pm

La identidad
Límite del bosque | Abigail Vardon | 15:27 p.m

¿Quién soy? ¿Quienes somos? ¿Soy siempre el mismo?
¿Necesito saber quién soy?
¿Soy lo que quiero ser...o soy lo que otros necesitan que sea?


La filosofía podía no ser la mejor fuente de investigación para una crisis. El camino al bosque tuvo algunos tropezones para el muchacho, algunos traspiés mientras avanzaba entre raíces de árboles, rocas y obstáculos con un libro pegado a su nariz. Ojos oscuros volaban entre las palabras, el ceño profundamente fruncido en una expresión de concentración y, a la vez, confusión.
La filosofía no estaba encargada a responder preguntas, sino formar nuevos interrogantes que, a su vez, plantarán nuevos cuestionamientos sin respuesta en tu cabeza…un círculo vicioso al cual aquellos pequeños, viciosos y retorcidos estudiantes eran adictos. Isaac no podía evitar el hacer el intento, el intentar responder las preguntas que carcomían su alma día a día en los tomos gruesos y polvorientos que decoraban su departamento minimista.
Su identidad no era el problema, al menos nunca lo había sido: Isaac, veinte años, estudiante, filósofo a medias, escritor a medias, cinéfilo a medias, músico a medias, conocedor a medias, sabio a medias. Callado, rubio, serio, maduro, aburrido. Pecas en la nariz, ojos café, bajo, uñas cortas, expectativas bajas, sueños altos.
Su identidad no era el problema, tan sólo no era suficiente. Nunca lo había sido, ni siquiera desde sus años más inocentes y lejanos, donde los sueños de profesiones para la adultez se veían nublados y superpuestos entre un millón de expectativas que nunca se concretaron. Los aires de grandeza llevaron, irrevocablemente, a fuertes golpes contra la realidad y el sabor amargo del fracaso.

Aquél era el problema…su identidad se convirtió, finalmente, en el problema. Demasiado insignificante para su gusto, tan poco memorable, mundana y efímera que el mismo concepto de identidad permaneció ligado al de fracaso. El sabor amargo comenzó a hacerse presente al pensarse a sí mismo, constantemente, y era entonces donde la Filosofía entraba, abriéndose paso, para intentar resolver sus interrogantes milenarias, inherentes a su humilde humanidad.
Por supuesto, avocándose con profundidad a su pasión para encontrar algún tipo de consuelo en la repentina realización de su inminente finitud, pareció olvidar que la ciencia a la que estaba dedicando los mejores años de su vida no se dedicaba a resolver, sino a indagar. A explorar y excavar cada vez más hondo en un problema para sólo hallar nuevos túneles, nuevos recovecos en los cuales perderse.
Por lo tanto, allí estaba, perdido en el límite del bosque con un pequeño y selecto grupo de sus compañeros habituales de clase y algunos más de diversas carreras que se habían unido a aquella inusual excursión. Perdido metafóricamente, por supuesto, ya que se cuerpo se hallaba en el lugar indicado, siguiendo a la multitud que avanzaba entre árboles altos y frondosos, cuyas sombras cubrían vilmente las letras que intentaba retener en su mente a la velocidad de la luz. Su mente, por otra parte, volaba lejos de las palabras de los profesores, quienes les daban indicaciones sobre los límites donde debían mantenerse y los temas que serían debatidos en breve.

El libro le explicaba –mientras avanzaba de forma ausente, cual zombie de las más antiguas películas de terror – que la palabra identidad provenía de un vocablo en latín que significaba “lo mismo”, algo que se repite de la misma forma. El libro no afirmaba, sino que informaba, solemne y pretencioso, que deberíamos encontrar algo inmutable en la identidad de cada individuo, algo que sea imposible de cambiar, sin importar las casualidades afortunadas que correspondían al grupo étnico, la sociedad, época, orientación sexual, grupo religioso de pertenencia o círculo familiar donde se haya nacido.  
Hipotéticamente hablando, siempre, el libro presentaba el hipotético escenario de que el nombre, el lugar de nacimiento, la familia e incluso los documentos de identidad eran meras casualidades que tenían que ver con las formalidades humanas, e indagaba en la posibilidad de un ente superior, más allá de todo lo físico y corpóreo, que pudiera ser absolutamente inmutable en cada ser. Algo tangible e inmortal, que llamaría “esencia” por el momento. Y Isaac frunció el ceño, con la inconformidad propia de una mente hambrienta y escéptica, creyendo que plantear la existencia de una esencia incorpórea y ajena a los ojos humanos y a las pruebas físicas era una escapatoria fácil a una pregunta demasiado difícil.

La sensación de fracaso hizo ahínco en su pecho con más fuerza luego de la decepción de ese capítulo de su libro tan confiable. Por lo que decidió cerrarlo por el momento y regresar a la mundana realidad, donde estaba viviendo un día particularmente atípico, donde estudiantes de diferentes asignaturas se reunían para debatir cuestiones relacionadas con la universidad en general, y escogiendo el bosque como punto de encuentro en esa ocasión para dar un respiro a sus ojos hastiados por las pantallas y oídos fatigados por el tránsito y los gritos (“Como si existiera tan sólo un atisbo de semejante vida agitada y ruidosa en un pueblo tan pequeño como Storybrooke, ¿Verdad?” cuestionó su mente hambrienta una vez más).
Cuando finalmente guardó el libro en las profundidades de su pesada mochila, la charla de los docentes había finalizado, y el menudo joven de cabellos color arena no pudo evitar fruncir el ceño en disconformidad antes de darse a sí mismo la libertad de cerrar una de sus manos alrededor del antebrazo de una joven antes de que escapara de su lado.
Perdóname, pero…no estaba prestando atención. ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora? – interrogó gentilmente a la muchacha frente a él. Sus ojos fieros, cabello oscuro y rizado y el tono de su piel morena lo llevaron a recordar las veces en que la había visto por los pasillos de la universidad, entre descansos para almorzar o las mañanas enteras que había pasado en la biblioteca, ahogándose entre las tazas de café y la ansiedad por el examen que llegaría horas más tarde. Sin embargo, nunca había sido más que eso, un bello rostro a la distancia. Su identidad permanecía en sombras para él: Bonita. Morena. Alta. Le gustan las bebidas de naranja y los libros de Jane Austen (o al menos, la había encontrado leyendo y bebiendo exactamente eso una tarde, antes de continuar su apresurado camino hacia su trabajo). Agradable, o al menos lo parecía. Sonreía usualmente a las personas, incluso a los desconocidos, como Isaac.
Tal vez aquella tarde no sería tan monótona como las demás, tal vez sería capaz de encontrar en la identidad de su compañera, elementos más que satisfactorios para erradicar la sensación de fracaso constante. Tal vez juntos hallarían las respuestas que la Filosofía no se atrevía a responder.
Isaac Bradsley
Isaac Bradsley
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