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[G. Priv.] — Looking for me.
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[G. Priv.] — Looking for me.
Buscándome
Donde Grace, 6.00 P.M.
Ya era muy tarde, así que correr no le serviría de nada, porque igual, llegaría tarde. Así es como funcionaba la lógica de Zara. Uno no podía llegar más tarde, simplemente llegabas temprano, a la hora o tarde, no más. Así que, aunque sus piernas se movieran con mayor agilidad, aunque su respiración se volviera errática, aunque su cabello se agitara por la rapidez de su cuerpo, ella no llegaría. Y no era su culpa. Aquella triste mañana de miércoles, en cuanto llegó al trabajo su jefe la miró con los labios ladeados, brazos cruzados y cejas juntas, diciéndole que era día de inventario. Y Connie no podía estar más feliz de que lo fuera. En serio. Muy feliz. Porque cuando tocaba hacer el inventario, pasabas horas y horas de pie, sacando libro por libro, anotando el título y el número de ellos que se encontraban a disposición, de toda la Biblioteca; y cuando terminabas —si es que lo hacías— pasabas dando pequeños saltitos felizmente a las computadoras y corroborabas, título por título, autor por autor, que coincidiera con el sistema para que no faltara ninguno. ¡Imagina si faltaba algo! Las manos del jefe iban directas a tu cuello.
Así que sí. Connie no podía estar más feliz de vivir el día del inventario.
Suspiró, aburrida. Después de terminar con la letra T y revisar el libro número cuatrocientos veintitrés, salió de su estupor y se percató de la noción del tiempo. Cuando sus ojos se desviaron con cierta reticencia al reloj pegado a la pared, se agrandaron tanto, que le dolieron. Eran las cinco y veinte de la tarde. Y su clase empezaba a las cinco y media. Aunque trabajara a la velocidad del sonido, sería incapaz de tener todo a tiempo. Así que hizo la cosa más absurda que logró fingir: trabajar. Leyó todos los títulos de los libros por su lomo, sin sacarlos del estante y limpiarlos, anotó como pudo los nombres de cada uno y contó cuántos habían en espera de ellos. Ni siquiera se entendían sus garabatos, sólo eran líneas curvas y rectas que se unían sin ninguna lógica. Cuando terminó con el último libro de la letra z después de compararlo con el inventario digital, el reloj ya marcaba las cinco cuarenta, había hecho todo el trabajo en veinte minutos—un récord bastante admirable, si se me permite opinar—. Dejó todos los papeles en el escritorio, le pegó una nota dándole algunos recados a su jefe en la puerta de su oficina y salió pitando de ahí.
Y ahí estaba, lamentándose de su suerte, caminando mecánicamente lo más rápido posible aunque sabía que ya había llegado tarde.
En cuanto su profesora la viera, sabía que sería incapaz de deshacerse de la vergüenza que la embargaría, especialmente porque había sido Connie quien la había buscado por cielo, mar y tierra, pidiéndole que le diera un par de clases particulares porque la Universidad, por mucho que le gustaba su carrera, no le era suficiente. Además que había leído unos cuantos artículos de la mayor y había terminado admirándola más que cualquier otro autor. Y una gran ventaja, era que vivían en el mismo pueblo. Así que se reprochó mentalmente por sus acciones. Ella tenía que dar una buena impresión, tenía que ser capaz y tenía que demostrar que le importaba. Suspiró, tocando la puerta de aquel lugar tres veces, preparando una sonrisa de medio lado que no se decidía entre la pena o la vergüenza.
Así que sí. Connie no podía estar más feliz de vivir el día del inventario.
Suspiró, aburrida. Después de terminar con la letra T y revisar el libro número cuatrocientos veintitrés, salió de su estupor y se percató de la noción del tiempo. Cuando sus ojos se desviaron con cierta reticencia al reloj pegado a la pared, se agrandaron tanto, que le dolieron. Eran las cinco y veinte de la tarde. Y su clase empezaba a las cinco y media. Aunque trabajara a la velocidad del sonido, sería incapaz de tener todo a tiempo. Así que hizo la cosa más absurda que logró fingir: trabajar. Leyó todos los títulos de los libros por su lomo, sin sacarlos del estante y limpiarlos, anotó como pudo los nombres de cada uno y contó cuántos habían en espera de ellos. Ni siquiera se entendían sus garabatos, sólo eran líneas curvas y rectas que se unían sin ninguna lógica. Cuando terminó con el último libro de la letra z después de compararlo con el inventario digital, el reloj ya marcaba las cinco cuarenta, había hecho todo el trabajo en veinte minutos—un récord bastante admirable, si se me permite opinar—. Dejó todos los papeles en el escritorio, le pegó una nota dándole algunos recados a su jefe en la puerta de su oficina y salió pitando de ahí.
Y ahí estaba, lamentándose de su suerte, caminando mecánicamente lo más rápido posible aunque sabía que ya había llegado tarde.
En cuanto su profesora la viera, sabía que sería incapaz de deshacerse de la vergüenza que la embargaría, especialmente porque había sido Connie quien la había buscado por cielo, mar y tierra, pidiéndole que le diera un par de clases particulares porque la Universidad, por mucho que le gustaba su carrera, no le era suficiente. Además que había leído unos cuantos artículos de la mayor y había terminado admirándola más que cualquier otro autor. Y una gran ventaja, era que vivían en el mismo pueblo. Así que se reprochó mentalmente por sus acciones. Ella tenía que dar una buena impresión, tenía que ser capaz y tenía que demostrar que le importaba. Suspiró, tocando la puerta de aquel lugar tres veces, preparando una sonrisa de medio lado que no se decidía entre la pena o la vergüenza.
Connie Foster
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Re: [G. Priv.] — Looking for me.
Buscándome
Donde Grace, 6.00 P.M.
Si bien la docencia nunca había sido su meta, se había sorprendido cogiéndole el gusto con el tiempo. Se apasionaba con cada tema, se emocionaba cuando sus alumnos lograban entender lo que ella trataba de transmitirles. Le gustaba poder dar rienda suelta a su imaginación, poder probar nuevos métodos que encontraba y poner a prueba los más viejos. Adoraba despertar la curiosidad de los más pequeños. Su padre estaría orgulloso de ella, o eso quería creer. Al carpintero siempre le había gustado explicarle el mecanismo de las cosas, el porqué prefería la caoba al pino y así, con todo. Se imaginaba como su padre, cuando por fin llegase el día en que ambos volviesen a encontrarse, la felicitaría por su labor e incluso la instaría a presentarle a sus alumnos. Grace sonrió, vertiendo el café molido en la cafetera y enchufándola en lo que ya se había convertido algo tan mecánico como respirar. Hablando de alumnos, Connie Foster no tardaría en llegar. Como norma general, Shelby no solía aceptar alumnos particulares principalmente para evitar favoritismos en el aula. No obstante, Connie era una universitaria y tras intercambiar algunas palabras con ella, había decidido hacer una excepción.
Eran las cinco cuando vertió el café en una taza y lo disfrutó, jugueteando con Phil. El cánido sin duda estaba de buen humor, y Grace no podía reprochárselo. Bueno, la verdad es que no podía reprocharle nada nunca. No se dejó ni una gota de café y a las cinco y media, revoloteaba por la entrada de su piso. Lo tenía todo preparado sobre la mesa del comedor y solo faltaba su alumna. Como mujer puntual, estaba acostumbrada a esperar pese a que no podía evitar preocuparse. Precisamente por eso, cuando tocó a la puerta Grace respiró aliviada. —Estaba empezando a pensar que no vendrías, pasa por favor.—Phil permanecía expectante junto a ella, mirando con curiosidad a la recién llegada. Cerró la puerta y alargó la mano para indicarle el camino a seguir. —Pasa, pasa.—no es que su piso fuese especialmente grande, pero los colores claros y la distribución -de ambas cosas se había ocupado la propia Grace al ocuparlo-, le daban amplitud.
—Si esta hora te viene muy justa, podemos quedar más tarde la próxima vez.—lo último que quería era que a la pobre le diese un jamacuco cada vez que tenían una clase. —Por cierto, me queda un poco de café. ¿Quieres? ¿Algún refresco o agua?—lo primero era lo primero. Le mostró una de las sillas para que la ocupase. Antes de atender de nuevo a su invitada, cerró la ventana del comedor, empezaba a refrescar.
Eran las cinco cuando vertió el café en una taza y lo disfrutó, jugueteando con Phil. El cánido sin duda estaba de buen humor, y Grace no podía reprochárselo. Bueno, la verdad es que no podía reprocharle nada nunca. No se dejó ni una gota de café y a las cinco y media, revoloteaba por la entrada de su piso. Lo tenía todo preparado sobre la mesa del comedor y solo faltaba su alumna. Como mujer puntual, estaba acostumbrada a esperar pese a que no podía evitar preocuparse. Precisamente por eso, cuando tocó a la puerta Grace respiró aliviada. —Estaba empezando a pensar que no vendrías, pasa por favor.—Phil permanecía expectante junto a ella, mirando con curiosidad a la recién llegada. Cerró la puerta y alargó la mano para indicarle el camino a seguir. —Pasa, pasa.—no es que su piso fuese especialmente grande, pero los colores claros y la distribución -de ambas cosas se había ocupado la propia Grace al ocuparlo-, le daban amplitud.
—Si esta hora te viene muy justa, podemos quedar más tarde la próxima vez.—lo último que quería era que a la pobre le diese un jamacuco cada vez que tenían una clase. —Por cierto, me queda un poco de café. ¿Quieres? ¿Algún refresco o agua?—lo primero era lo primero. Le mostró una de las sillas para que la ocupase. Antes de atender de nuevo a su invitada, cerró la ventana del comedor, empezaba a refrescar.
Grace T. Shelby
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