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I had a dream • Erik
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I had a dream • Erik
Si hay algo que a Daisy le gustan son los pingüinos. En sí, le gustan muchas cosas, como los dulces y la velocidad y gritarle palabrotas al televisior de Max mientras ambos ven un juego que ella solo pretende entender hasta cierto punto. Pero los pingüinos le encantan. Porque son criaturas inocentes y leales e infinitamente graciosos que alegran sus días cada que pesca un documental o simplemente llegan a su imaginación en el momento preciso. En esta ocasión, un pingüino es quien le ofrece refugio. Y Daisy lo ama por eso.
No es que sea precisamente un pingüino, en realidad. Es una de las construcciones del parque que sirve como playground para los niños de Storybrooke. ¡Pero tiene la forma de un pingüino! Y resulta ser uno de los lugares favoritos de Daisy para tomar siestas, por lo que la niña no tiene problemas con profesar su devoción por el lugar a través de tiernas palmaditas y suaves murmullos.
Falta poco para que den las 8 de la mañana y con pasos cansados y el sueño aún presente en sus facciones, Daisy finalmente llega a su pequeño refugio. Se ha pasado la noche entera de aventuras por el bosque, terminando de conocer un pequeño claro al que luego llevará a Freddie para investigar, y la malvada mujer que tiene por tía no la ha dejado volver y acurrucarse en su cama. Porque tenía que asistir a la escuela y otras excusas similares. Lo cierto es que Daisy nunca le había tenido mucho afecto a los estudios, ¿pero cuando tiene sueño? Muchísimo menos. Por unos instantes había considerado ir y simplemente quedarse dormida sobre la carpeta la mitad de la mañana, pero su tía ya era consciente de que no se encontraba de un humor precisamente ‘estudioso’ y lo más probable es que no la dejase ni siquiera apoyar la cabeza sobre los brazos.
Así que la escuela no había sido opción. En su lugar, Daisy se había desviado de su camino, escogiendo la comodidad de su refugio por sobre otros lugares en los que también solía tomar siestas esporádicas. Su amigo pingüino le ofrece paz y tranquilidad. A esa hora de la mañana no hay niños que interrumpan su sueño y con suerte, tampoco adultos que pretendan enviarla a educarse. Así que tiene el camino libre. Su mochila es algo pesada —por los montones y montones de cosas que no cesa de guardar en ella—pero sirve bien de almohada. Hecha un ovillo y ocultando ligeramente el rostro en la curva de sus brazos, Daisy usa su abrigo como manta y antes de que pueda contar 3 pingüinos, se encuentra completamente dormida.
Han pasado cinco minutos, tres horas, dos años o cien milenios para cuando siente que algo la sacude con suavidad. La verdad es que no tiene idea, pero no se encuentra dispuesta a volver a este mundo aún. Había estado soñando con caramelos y chocolates, no necesitaba despertar. Pero el movimiento es insistente y Daisy no puede hacer nada más que gimotear, como un cachorrito herido. Con movimientos lentos y deliberados, se incorpora a medias, dejando que su cabello castaño le cubra la mayor parte del rostro. Aún tiene sueño. De hecho, tiene tanto sueño que no ha dejado de gimotear por lo bajo y para cuando sus ojos finalmente se abren ligeramente, lo único que puede ver son sombras. Algo así como un ¿niño? No, era muy grande para ser un niño, pero tampoco parecía ocupar tanto espacio como un adulto. Es un algo mediano frente a ella que no la deja dormir y la molesta. Convirtiendo sus lamentos en un bufido, Daisy se restriega los ojos para aclarar en algo su visión. Entonces lo reconoce. O casi. —Ah, eres tú, Elmo. Dejame dormir. No he dormido en mil años. En otros mil me despiertas. —y con eso, se vuelve a recostar, escondiendo el rostro en sus brazos e ignorando el frío y al adolescente que probablemente piense que ya perdió del todo la cabeza.
No es que sea precisamente un pingüino, en realidad. Es una de las construcciones del parque que sirve como playground para los niños de Storybrooke. ¡Pero tiene la forma de un pingüino! Y resulta ser uno de los lugares favoritos de Daisy para tomar siestas, por lo que la niña no tiene problemas con profesar su devoción por el lugar a través de tiernas palmaditas y suaves murmullos.
Falta poco para que den las 8 de la mañana y con pasos cansados y el sueño aún presente en sus facciones, Daisy finalmente llega a su pequeño refugio. Se ha pasado la noche entera de aventuras por el bosque, terminando de conocer un pequeño claro al que luego llevará a Freddie para investigar, y la malvada mujer que tiene por tía no la ha dejado volver y acurrucarse en su cama. Porque tenía que asistir a la escuela y otras excusas similares. Lo cierto es que Daisy nunca le había tenido mucho afecto a los estudios, ¿pero cuando tiene sueño? Muchísimo menos. Por unos instantes había considerado ir y simplemente quedarse dormida sobre la carpeta la mitad de la mañana, pero su tía ya era consciente de que no se encontraba de un humor precisamente ‘estudioso’ y lo más probable es que no la dejase ni siquiera apoyar la cabeza sobre los brazos.
Así que la escuela no había sido opción. En su lugar, Daisy se había desviado de su camino, escogiendo la comodidad de su refugio por sobre otros lugares en los que también solía tomar siestas esporádicas. Su amigo pingüino le ofrece paz y tranquilidad. A esa hora de la mañana no hay niños que interrumpan su sueño y con suerte, tampoco adultos que pretendan enviarla a educarse. Así que tiene el camino libre. Su mochila es algo pesada —por los montones y montones de cosas que no cesa de guardar en ella—pero sirve bien de almohada. Hecha un ovillo y ocultando ligeramente el rostro en la curva de sus brazos, Daisy usa su abrigo como manta y antes de que pueda contar 3 pingüinos, se encuentra completamente dormida.
Han pasado cinco minutos, tres horas, dos años o cien milenios para cuando siente que algo la sacude con suavidad. La verdad es que no tiene idea, pero no se encuentra dispuesta a volver a este mundo aún. Había estado soñando con caramelos y chocolates, no necesitaba despertar. Pero el movimiento es insistente y Daisy no puede hacer nada más que gimotear, como un cachorrito herido. Con movimientos lentos y deliberados, se incorpora a medias, dejando que su cabello castaño le cubra la mayor parte del rostro. Aún tiene sueño. De hecho, tiene tanto sueño que no ha dejado de gimotear por lo bajo y para cuando sus ojos finalmente se abren ligeramente, lo único que puede ver son sombras. Algo así como un ¿niño? No, era muy grande para ser un niño, pero tampoco parecía ocupar tanto espacio como un adulto. Es un algo mediano frente a ella que no la deja dormir y la molesta. Convirtiendo sus lamentos en un bufido, Daisy se restriega los ojos para aclarar en algo su visión. Entonces lo reconoce. O casi. —Ah, eres tú, Elmo. Dejame dormir. No he dormido en mil años. En otros mil me despiertas. —y con eso, se vuelve a recostar, escondiendo el rostro en sus brazos e ignorando el frío y al adolescente que probablemente piense que ya perdió del todo la cabeza.
Daisy M. Armentrout
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Re: I had a dream • Erik
Las rutinas son importantes. De vuelta en casa, en las calles siempre ocupadas de la ciudad que nunca duerme, su madre siempre insistía en la importancia de seguir un horario en medio del caos. Sin duda era algo esencial para ella, que debía compaginar las exigencias de su carrera en ascenso y el resto de obligaciones que traían consigo tener un hijo con alguien que no tenía ganas de involucrarse en las tareas pesadas o de ser padre básicamente. Su vida no es de cerca tan demandante como la de su madre, pero igualmente valora el orden y sus ventajas, y por lo tanto resiente todo lo contrario. Es por eso que cuando el reloj no suena y es su cuerpo quien termina despertándolo alarmado, sabe inmediatamente que ese día no va a ser fácil. Se alista lo más rápido que puede, reprochándose que si al final decide que quiere perseguir una carrera militar, este tipo de comportamiento es completamente inaceptable, y sin razón aparente, en la soledad del hogar que su madre paga por él, siente que le arden las mejillas de vergüenza. Sacude la cabeza y se apresura, la bolsa con su almuerzo en su mano y la mochila colgando precariamente de su hombro. Conforme sus zancadas, cada vez más largas gracias a los centímetros que hacen que su cuerpo se vea cada vez más larguirucho y extraño, lo alejan del departamento; no le pasa por la cabeza que quizás sería mejor quedarse en casa para evitar problemas por su enorme retraso.
Pasa por el parque y tras tres pasos se detiene en seco, un escalofrío le recorre el cuerpo entero y contra todos sus instintos, regresa sobre sus pasos para poder ver bien. Suspira de alivio cuando ve que el bulto dentro del pingüino-escondite se mueve y cuando se acerca se da cuenta de que de hecho no se trata de un vago, sino de una niña que conoce de vista y por los animados parloteos del niño de ocho años que ha decidido ser su amigo. Se debate mentalmente si debería o no involucrarse, pero al final decide acuclillarse y acercarse un poco. Sus ojos buscan su rostro en busca de alguna señal que indique que no se encuentra bien. Sólo se encuentran con las facciones aun suavemente redondeadas, las pestañas largas, espesas y oscuras, y los labios ligeramente entreabiertos que dejan salir pequeños resoplidos de aire que acompañan sus sueños. Aleja la mirada cuando es consciente de que la está mirando demasiado y se siente extraño cuando su mano toca el hombro delgado de la señorita que ha decidido que es buena idea dormir en el parque como si se tratara de una vagabunda, como si no se estuviera exponiendo a miles de peligros y a los caprichos del clima especialmente inadecuado de esa mañana húmeda que avisa diluvio. Insiste en intentar despertarla porque casi puede escuchar la voz escandalizada de su madre que ya estaría planeando en arrastrarla al hospital para asegurarse de que no tuviera hipotermia. — Daisy. — susurra, el nombre le sabe extraño, quizás porque es la primera vez que lo dice dirigido a ella. — Vamos, no puedes estar aquí. — casi le dan pena los gimoteos que suelta y lo fría que se siente, pero es entonces cuando ella habla y su mano se aleja como si su piel lo hubiese electrocutado. Ofuscado, bufa y frunce el ceño tanto que empieza a sentir la tensión en sus sienes. La sacude con algo más de brusquedad, para nada en venganza por haberle llamado Elmo. — Despierta, te estás congelando y tenemos escuela.
Está seguro de que nadie puede permanecer dormido luego de ser sacudido así, pero Daisy, o es una muy buena actriz, o es capaz de dormir como piedra. — Justo en este instante creo que te odio un poco. — le refunfuña, tomando de mala gana el abrigo y colocándolo sobre su cuerpo de nuevo antes de sacudirla nuevamente, sin rendirse aunque todo apunte a una pelea perdida. — ¿Podrías dejar de hacer esto y despertar de una buena vez? — ya no le sorprende cómo es que Freddie puede tener amistad con una niña que le dobla la edad, los dos aparentemente le tienen alergia a la escuela. — Ya entiendo por qué eres amiga de Fred. — murmura de mal humor, e incluso si no pretendía insultar con sus palabras a ninguno de los dos, puede sentir que el aire entre ambos ha cambiado de pronto y puede notar que tuvo razón en el pronóstico de su día.
Si, Las rutinas son importantes, especialmente para no meterte en problemas con una persona que no tiene inconvenientes en hablarle de mala gana a alguien que tan sólo quería ayudarla.
Pasa por el parque y tras tres pasos se detiene en seco, un escalofrío le recorre el cuerpo entero y contra todos sus instintos, regresa sobre sus pasos para poder ver bien. Suspira de alivio cuando ve que el bulto dentro del pingüino-escondite se mueve y cuando se acerca se da cuenta de que de hecho no se trata de un vago, sino de una niña que conoce de vista y por los animados parloteos del niño de ocho años que ha decidido ser su amigo. Se debate mentalmente si debería o no involucrarse, pero al final decide acuclillarse y acercarse un poco. Sus ojos buscan su rostro en busca de alguna señal que indique que no se encuentra bien. Sólo se encuentran con las facciones aun suavemente redondeadas, las pestañas largas, espesas y oscuras, y los labios ligeramente entreabiertos que dejan salir pequeños resoplidos de aire que acompañan sus sueños. Aleja la mirada cuando es consciente de que la está mirando demasiado y se siente extraño cuando su mano toca el hombro delgado de la señorita que ha decidido que es buena idea dormir en el parque como si se tratara de una vagabunda, como si no se estuviera exponiendo a miles de peligros y a los caprichos del clima especialmente inadecuado de esa mañana húmeda que avisa diluvio. Insiste en intentar despertarla porque casi puede escuchar la voz escandalizada de su madre que ya estaría planeando en arrastrarla al hospital para asegurarse de que no tuviera hipotermia. — Daisy. — susurra, el nombre le sabe extraño, quizás porque es la primera vez que lo dice dirigido a ella. — Vamos, no puedes estar aquí. — casi le dan pena los gimoteos que suelta y lo fría que se siente, pero es entonces cuando ella habla y su mano se aleja como si su piel lo hubiese electrocutado. Ofuscado, bufa y frunce el ceño tanto que empieza a sentir la tensión en sus sienes. La sacude con algo más de brusquedad, para nada en venganza por haberle llamado Elmo. — Despierta, te estás congelando y tenemos escuela.
Está seguro de que nadie puede permanecer dormido luego de ser sacudido así, pero Daisy, o es una muy buena actriz, o es capaz de dormir como piedra. — Justo en este instante creo que te odio un poco. — le refunfuña, tomando de mala gana el abrigo y colocándolo sobre su cuerpo de nuevo antes de sacudirla nuevamente, sin rendirse aunque todo apunte a una pelea perdida. — ¿Podrías dejar de hacer esto y despertar de una buena vez? — ya no le sorprende cómo es que Freddie puede tener amistad con una niña que le dobla la edad, los dos aparentemente le tienen alergia a la escuela. — Ya entiendo por qué eres amiga de Fred. — murmura de mal humor, e incluso si no pretendía insultar con sus palabras a ninguno de los dos, puede sentir que el aire entre ambos ha cambiado de pronto y puede notar que tuvo razón en el pronóstico de su día.
Si, Las rutinas son importantes, especialmente para no meterte en problemas con una persona que no tiene inconvenientes en hablarle de mala gana a alguien que tan sólo quería ayudarla.
Erik G. Simmons
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